jueves, 15 de marzo de 2018

El Ebro.


Uno de los pocos recuerdos infantiles que tengo de Zaragoza es un ramalazo de pánico al cruzar el Ebro. Tendría 5 o 6 años y viajaba con mis padres en un 127, ellos delante y yo en uno de los asientos traseros. Siempre me ha gustado mirar por la ventanilla, descubrir paisajes o visionarlos por enésima vez. En el puente de Santiago, un semáforo nos obligó a parar. Entonces miré a la derecha y sentí el ramalazo. Nos hallábamos encima de una masa de agua verde y gigantesca, poderosa. Los ríos anchos y caudalosos me asustan y, al unísono, me hipnotizan. Crecí al lado de un río pequeño y pacífico aunque, como todos los mansos, alguna vez pierde los papeles y sorprende con una riada tremenda. Pero es un río traicionero, con badinas donde los incautos se ahogan. Quizás de ahí venga mi temor instintivo, acrecentado según el tamaño del cauce. Sin embargo, no me sucede lo mismo con el mar. Cuando diviso, de lejos, la pared de agua sí siento un cosquilleo nervioso, pero al llegar a la playa me zambullo como en una gran bañera. En un río de cierto tamaño, en cambio, sólo lo hago si el calor aprieta y con más precauciones.
Cada vez que paso por el puente de Santiago revivo aquel fogonazo de la infancia. Más si, como hoy, el río baja imperial. Resulta paradójico que, de adulto, en mis paisajes zaragozanos preferidos sea indispensable la presencia del Ebro. Incluso viviría a gusto en algunos edificios de sus orillas.

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