Hace treinta años compré mi
primer coche. Era un 127 Fura de segunda mano y color azul romántico, aunque
todos lo veíamos gris. No sé qué sinestesia sufría su diseñador para tildar de
romántico a ese tono funcionarial, de vieja carpeta de gomas. Tres décadas han
pasado desde que, una mañana, salí del concesionario con la emoción de la
primera vez. Da igual el primer beso, el primer libro o el primer coche: la
emoción siempre es intensa en cada inicio cuando, parafraseando al poeta,
envejecer y morir sólo son las dimensiones del teatro. Quizás por ello, en el
primer semáforo, absorto en memorizar el cuadro de mandos, arranqué antes que
mi predecesor y le golpeé.
El Fura y el narrador tras cruzar los Pirineos. |
Corría 1987 y aún me siento el
chaval escuálido que posa, en esa foto, recostado sobre su capó. El tipo feliz por
poseer aquello que me llevaría de aquí para allá, sin depender de autobuses o
amigos. Por sus altavoces retumbaron Golpes Bajos o Triana y su motor de 900 cc
cruzó los Pirineos. En un semáforo, a la entrada de Toulouse, nos tragamos de
nuevo al de delante. Un parisino prudente (perdón por el oxímoron) que frenó en
cuanto se puso ámbar. Los dos que circulaban por el carril paralelo pasaron sin
problemas, pero nosotros, absortos en descifrar la ruta hacia Carcasona en el
galimatías de los paneles, nos dimos de bruces con él. Todos salimos ilesos,
salvo el Fura. Su carrocería se hundió hasta dañar el radiador. Daba pena verlo
en la acera, como una mascota que lame sus heridas en silencio. Era un sábado
por la tarde y no existían los móviles ni Internet. Sí, todavía, la
solidaridad. El accidente sucedió junto a un chalet y por su puerta surgieron
Thérèse y su hija Isabelle, nuestros ángeles de la guarda aquel fin de semana.
Su jardín se transformó en garaje, nos ofrecieron teléfono y ayuda para las
gestiones, nos buscaron hotel y, la tarde del domingo, Isabelle ofició de guía
turística por la ciudad, con cierto (y razonable) enfado de su novio. Aún
recuerdo el grito de alegría de Thérèse al descolgar el teléfono, unos meses
después, y anunciarle que habíamos regresado a Toulouse con un pequeño regalo
para ellas.
Con Thérèse e Isabelle en su casa de Toulouse. |
Treinta años de aquello. Una
vez me preguntaron qué me había sucedido a los treinta años, por qué tan a
menudo aparecía esa cifra en relatos o conversaciones. Nada de particular,
contesté. Casualidad o que su fonética me agradaba. Pero luego, dándole
vueltas, intuí una posible explicación. En el horóscopo chino, un ciclo
completo dura sesenta años. Los doce signos multiplicados por los cinco
elementos. Son la totalidad y el equivalente a la vida de una persona. Treinta
años supone la mitad de esa vida y el momento en que, a través de un hijo, se cruza
la cima. Hasta entonces, joven e indocumentado, se vive el ascenso. A partir de
entonces, serio e instalado en el mundo, la cuesta abajo. Así lo vivían antes,
al menos, cuando la vida no se había acelerado y las edades no se estiraban
como chicles. Pienso en el concepto treinta
años y mi subconsciente se remonta a ese cénit.
El Fura descruzó los Pirineos
de madrugada, conmigo dentro, en el remolque de una camioneta-grúa. Dormitaba en
un asiento y no me enteré cuando atravesamos el Somport. Se recuperó de la
herida y seguimos trotando, las más de las veces por carreteras secundarias.
Una noche me llevó a escuchar a Leonard Cohen en el patio de una fábrica y un
mediodía, durante un control de policía, casi nos convierten a ambos en quesos
gruyere. En esa época, un etarra idéntico a mí empapelaba la ciudad con su
rostro y me paraban en todos los controles. Al abrir el maletero, apareció un
duplicado de la matrícula.
Leonard Cohen en el concierto de Binéfar. |
Tras ocho años juntos no dio
más de sí y una tarde lo vi marchar, herido de muerte, en el remolque de otra
camioneta-grúa. El primer coche, como el primer libro o el primer amor, nunca
se olvidan. Aunque con el tiempo, parafraseando al poeta, la verdad desagradable
asome y descubras que el camino hacia el desguace es el único argumento de la
obra. Corría 1995. Tenía un hijo. Y treinta años.
El relato tal como apareció en el Heraldo de Aragón. |