Cuando se acerca la Navidad siempre me acuerdo de John
Lennon. No me refiero a las fiestas y su carrusel de nostalgias, con los
anuncios de las burbujas Freixenet o el vuelve a casa, vuelve, sino a los días
previos, los que, en 1980, transcurrieron entre la noche en que un loco le descerrajó
varios tiros por la espalda al ex - beatle y las vacaciones con las que
finalizó el primer trimestre en el instituto donde estudiaba segundo de BUP.
Indisoluble a este recuerdo de Lennon es el de Pedro,
mi amigo y compañero de estudios, de largos paseos al mediodía hasta los pisos donde comíamos y de las incomodidades que supone estudiar en una localidad distinta a la tuya. Aquel curso, algunas tardes, la lotería de
los horarios nos dejaba un hueco entre la última clase y la salida del autobús
hacia nuestros respectivos pueblos. Como las tardes de diciembre, en Huesca, no
invitan a permanecer en la intemperie buscábamos refugio en el Churruca, un local
con billares, futbolines, alguna máquina recreativa y una gramola. Al hombre
que encontrábamos en la puerta, vigilando, lo llamábamos también Churruca. No
sé si era su verdadero apellido o lo asimilaron al del garito y con él se quedó.
Tampoco si se trataba del dueño o de un empleado. Churruca era un hombre
pequeño y delgado, con cierto parecido al actor Eduardo Gómez Manzano. Al igual
que éste, con tres décadas de diferencia, poseía un rostro trabajado por la
vida, o sea, el rostro de quien parece habérsela bebido en la barra de un bar. A
diferencia del actor, andaba siempre con el ceño fruncido.
Pedro y yo matábamos
la espera echando partidos en el futbolín. A esa hora solía haber poca gente y no existían problemas de saturación. Al ser uno contra uno, nos movíamos
con rapidez de punta a punta, abarcando como podíamos los cuatro mandos. Era
una buena forma de entrar en calor. Los antros como el de Churruca arrastran mala fama por
las películas de adolescentes norteamericanos con problemas; sin embargo, no
recuerdo que en él sucediera nada raro. Nadie quiso vendernos ningún tipo de
droga, ni se nos acercaron señores con gabardina ofreciendo dinero – para los
caramelos ya estábamos demasiado talluditos. Desconozco si nos delataban nuestras
pintas de chavales con pocos recursos, nuestros rostros de quinceañeros modosos
o que Huesca tenía sus limitaciones hasta para la maldad. Unos años después,
hacíamos bromas con un trío de punkies - esto va por lo de las limitaciones, no
por lo de la maldad - que, con cara de pocos amigos, se paseaban por la zona de
marcha. Afirmábamos que eran contratados por el Ayuntamiento para darle un aire
de contemporaneidad a la pequeña capital de provincia. Con el tiempo incluí al Churruca
en un relato titulado “Un puente sobre la espiral”, convirtiéndolo en lugar de captación
por parte de unos cabezas rapadas neonazis. Darle un toque siniestro a lo que
fue una realidad anodina es una forma de embellecer su recuerdo. Porque,
repito, nada de eso vi entre aquellos futbolines y billares y, si lo hubo y mi
miopía fue la causante de su idealización, el relato podrá considerarse la
prueba – aunque sea de carambola - de que la verdadera historia se conoce a
través de la literatura.
A quien sí vi fue al tipo que, a diario, echaba una
moneda en la gramola para que sonase Just like starting over, de Lennon. Su
imagen en mi memoria es borrosa, como esos tickets impresos en papel térmico
cuyos datos, con el tiempo, se van difuminando. Lo veíamos como a un mayor, es decir, aplicando el barómetro adolescente para las edades, con seguridad pasaba de los dieciocho y con probabilidad no alcanzase los treinta. En cualquier
caso, juraría ahora, alguien para quien los Beatles sólo podía significar un
recuerdo infantil o adolescente de quien escucha los discos del hermano mayor.
En
el catolicismo existe – o existía - la costumbre de La novena, una serie de nueve misas dedicadas al fallecido unas
semanas después del óbito, cuyo significado aúna homenaje, recuerdo y no sé si una
especie de ayuda para que alcance el reino de los cielos. Como si de una novena
beatlemaníaca se tratase – por algo los cuatro de Liverpool eran más famosos
que Jesucristo, según el finado John, y la disputa con los Rolling semejó, en
su momento, un trasunto de las antiguas guerras de religiones - este individuo aparecía
a media tarde en el Churruca y, sin mediar saludo, se encaminaba directamente a
la gramola. No recuerdo si vino nueve días exactos, pero sí que siempre, al
poco de caer la moneda y pulsar el botón correspondiente, sonaban las
campanillas introductorias de la canción, aparecida como single dos meses atrás
para celebrar el cuadragésimo cumpleaños de su creador y convertida en un
homenaje póstumo en discotecas y emisoras. El tipo permanecía inmóvil hasta que
la melodía terminaba, quizás rezando con Lennon los versos del tema (It'll be just like starting over - starting
over, Será como empezar de nuevo, empezar de nuevo) igual que los fieles
acompañan al párroco en sus letanías, mientras nosotros, unos metros más allá,
movíamos los mandos del futbolín al ritmo de la música y escuchábamos, sin
comprenderlas todavía, las exhortaciones de John: Let's take our chance and fly away somewhere alone. Vamos a
arriesgarnos y a volar a algún lugar solos.
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