Al regresar a su país, un
jugador americano del Peñas (el equipo de baloncesto de Huesca) declaró que había jugado en una ciudad situada en el fin del mundo.
Yo vi cantar a Leonard Cohen 80 kilómetros más allá del fin del mundo, en el
patio de una antigua fábrica de Binéfar. Probablemente fue uno de los enclaves
más surrealistas en los que el canadiense dio un recital. Era el 11 de junio de
1988, durante la gira europea de I’m your
man, el disco destinado a ser su canto de cisne – un cantautor más arrastrado
por el ruido o la banalidad – y que lo convirtió en Ave Fénix. Venía de París,
Londres, Dublín y Lisboa, y prosiguió en Bilbao. Y en medio, la algodonera de
Binéfar. Toma ya. Para ser sinceros, ese resurgimiento vino precedido, al menos
en España, del éxito alcanzado, un par de años antes, por la adaptación del
poema Pequeño vals vienés, de Lorca, incluido en un disco coral conmemorativo
del medio siglo de su asesinato. El disco se titulaba Poetas en Nueva York y la canción, Take this waltz, abría la cara B nuevo disco – hablamos todavía
de vinilos y cassetes. Con la perspectiva del tiempo, quizás deberíamos
recordar que, en plena ola de movidas, new romantics y coletazos del punk, en
España también sucedió el resurgir de gentes como Aute, Serrat o Sabina. Y en
el mundo, por poner un ejemplo, la irrupción de Tracy Chapman. Había público
para todo y mucho de ese público no era tan sectario como se afirmaba. Algunos
bebíamos con Mi agüita amarilla y
besábamos con Suzanne.
Lo cierto es
que al concierto asistió menos gente de lo que Cohen merecía. En el artículo de
Somos Litera dan algunas
explicaciones referidas a la política local. No sé si lo justifican. Por mi
parte, recuerdo que fui solo – pocos de mis amigos hubieran pagado por ver al
canadiense, pero ninguno si, además, debía tragarse hora y pico de coche por
carreteras nacionales- y que hallé a un único conocido, Javier Inglada, un
paisano de Sangarrén con quien años atrás también había coincidido en un
concierto de Pablo Milanés, en Huesca (que también merecerá una entrada, otro
día). Seguro que, ahora, saludaría a más gente. Carlos Castán también asistió,
incluso es posible que fuera en el grupo de Javier, pero no nos conocíamos
todavía. Bien mirado, ese concierto y ese entorno eran el espejo de cómo me
sentía entonces. Unos meses antes había finalizado una relación de casi dos
años y faltaba un tiempo para que iniciase otra. Andaba medio descolgado de un
mundo pero sin asideros firmes, todavía, en otro. Un poco como Cohen, intentaba
reconstruirme en un universo sin redes sociales ni móviles, y el azar
me llevaba a 80
kilómetros más allá del fin del mundo. Un poco como
Cohen, arrinconaba los malos momentos y la extrañeza del entorno para ofrecer
una imagen digna, como si estuviéramos en una reunión de amigos o un concierto
en el Carnegie Hall. Guardo imágenes sueltas, fogonazos que coinciden con las
fotografías del reportaje que he descubierto hoy, al hilo de la noticia del
óbito. La presencia de Cohen, combinando cercanía y solemnidad, las de las dos
hermosas muchachas que le hacían los coros y, por encima de todo, el gozo de
escucharlo en una noche de primavera, al aire libre – o eso quedó fijado en mi
memoria, tal vez errada – y la certeza de haber asistido a uno de esos momentos
irrepetibles.
Hasta siempre,
amigo. Gracias por tanta belleza y por el lujo de que hayas acompañado y
enriquecido mi vida, con la certeza de que lo seguirás haciendo hasta el final.
Hago mías las palabras de despedida que le dedicaste hace unos meses a Marianne: “Que sepas que estoy tan
cerca de ti que, si extiendes tu mano, creo que podrás tocar la mía. Ya sabes
que siempre te he amado por tu belleza y tu sabiduría pero no necesito
extenderme sobre eso ya que tú lo sabes todo. Solo quiero desearte un buen viaje.”