lunes, 16 de mayo de 2016



“CONFIDENCIAS”.

Ayer volví a ver, después de casi tres décadas, “Confidencias” de Visconti. La primera vez me impactó tanto que le dediqué varios folios en una carta escrita al día siguiente. Para situaros, estaba en cama (para ser exactos, en el sofá) recuperándome de una enfermedad, tenía todo el tiempo del mundo, no existían el wathsapp ni la tarifa plana y sí una chavala (novia, que se decía antes) en otra ciudad, con la que me carteaba, método más romántico y barato que la llamada telefónica; aparte de que tampoco existían los móviles y ella sólo tenía acceso a un auricular el fin de semana.
No recuerdo una película, hasta La Gran Belleza, que me haya generado tal cantidad de ideas o reflexiones. Ni, por supuesto, pasados los años, recuerdo una sola de las ideas o reflexiones que me generó. Es más, ayer, a estas horas, si me hubieran pedido opinión, sólo podría haber respondido que se trataba de una cinta dirigida por Visconti y mencionado la historia de la carta. Por desgracia, mi memoria suele gustar más de la anécdota que de la sustancia.
Así que me senté ante el televisor con un espíritu de arqueólogo de mí mismo y con la esperanza de que, conforme la proyección avanzase, aquella marejada de conceptos e impresiones saldrían a mi encuentro, como los escondidos salen a la luz cuando es desalojado el ejército enemigo. Dos horas después, ninguna había abandonado su escondrijo, convertido en tumba definitiva salvo que un improbable azar haya conservado aquellos folios. En cambio, tenía la certidumbre de que, si lo hubieran hecho, a muy pocas las habría reconocido como hijas. La certeza de que la película era la misma – más ajado el celuloide y algunos diálogos – pero yo era otro, y otro el temple que la recibía, y otra la mirada que la diseccionaba.
 
 

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