Un paseo en bicicleta se parece a la vida: avanzas kilómetros sobre un
secarral y, de repente, te encuentras con la sorpresa de un barranco
húmedo que nace y muere en medio del monte, sin origen ni destino. Un
regalo de agua que emerge con el único afán, en apariencia, de esculpir
formas caprichosas en las rocas o de permitir que algunas plantas
crezcan y rompan la monotonía del paisaje. Tal vez en una época remota,
de más pluviosidad, ese barranco fue un
río y ahora es un resistente agónico, un anacronismo, como alguien que
no ha adaptado su modo de vida a los nuevos tiempos y, por inercia,
pervive en un mundo que ya no es el suyo.
Dejas atrás el barranco y, unos kilómetros después, te encuentras con restos de trincheras de la Guerra Civil, junto a molinos de viento cuyo zumbido, constante y algo inquietante, te recuerda que nada se detiene y que siempre, sobre las ruinas, se genera algo nuevo y distinto.
Dejas atrás el barranco y, unos kilómetros después, te encuentras con restos de trincheras de la Guerra Civil, junto a molinos de viento cuyo zumbido, constante y algo inquietante, te recuerda que nada se detiene y que siempre, sobre las ruinas, se genera algo nuevo y distinto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario